No tenía por
costumbre mirar hacia la cola. Menos aún cuando sabía que tendría que irse y
que por esa razón aquellas personas deberían esperar por más tiempo. Se sentía
culpable al ver sus caras de fastidio cuando ella colocaba contra el vidrio de
la ventanilla el cartel que indicaba que esa caja dejaría de funcionar.
No tenía
idea de qué la había hecho mirar justo ese día. Recibió la llamada mientras
atendía a un mensajero de esos que hacen un montón de ingresoss y ya la ansiedad
se la estaba devorando. Cuando terminó con el hombre y tomó en sus manos la
tablilla, un inusual impulso la hizo alzar la vista. Y allí estaba Diego. Era
el primero de la larga fila de gente que esperaba su turno.
Probablemente
había dejado pasar a varias personas, calculando hasta que le tocara su caja. Pero
a Mónica el gerente la había mandado a llamar y ella tenía que irse. Sus muslos
estaban mojados desde que escuchara por el teléfono interno la voz de la secretaria,
avisándole que él la requería de inmediato.
Siempre que
recibía el llamado, tenía que hacer un gran esfuerzo para que el cliente de
turno no se percatara de su repentina turbación y también para que los billetes
no se escurrieran de sus manos vacilantes. Terminaba la transacción en curso y
colocaba el aviso de "caja cerrada". Y casi corría a su encuentro.
Cuando entraba,
ya el hombre la estaba esperando junto a la puerta. Pasaba el seguro y la
arrimaba a la pared. Ella se colgaba de su cuello, colocaba sus piernas
alrededor de sus caderas y cerraba los ojos, mientras él la penetraba con
fuerza y sin preámbulo alguno. Nada de besos ni caricias, nunca una palabra ni
un gesto de afecto. Pero el goce que le hacía experimentar no era de este
mundo.
Todo había
comenzado un par de años atrás. El gerente estaba recién llegado y todas sus
compañeras comentaban que era guapísimo. La primera vez que Mónica lo vio, tuvo
que reconocer que en verdad era muy atractivo, pero en su caso la cosa fue más
allá. Cuando sus miradas se encontraron, de inmediato sintió que un extraño
pase de corriente se establecía entre ellos y luego una inexplicable inquietud
apenas la dejó pegar un ojo esa noche.
Al día
siguiente el hombre la mandó a llamar a su despacho. Cuando entró, no lo vio en
su escritorio y de inmediato sintió una presencia a su espalda. Ni siquiera le
pasó por la mente oponer resistencia cuando unas manos que sabían muy bien lo
que hacían desabrocharon su pantalón y lo dejaron rodar por sus muslos que, inexplicablemente,
ya comenzaban a humedecerse. La colocó contra la pared y sin contemplación
alguna, la penetró desde atrás.
No la besó,
ni siquiera en el cuello, a pesar de que podía sentir su aliento tibio en la piel, y
sus manos solo la tocaron en el sitio donde aferraron sus caderas para
facilitar la penetración. Pero a medida que el hombre se movía en su interior,
el placer comenzó a apoderarse de Mónica en oleadas cada vez más fuertes y para
cuando lo escuchó jadear cerca de su oído, había alcanzado niveles tan altos
que casi creyó perder el sentido.
Cuando todo
acabó, él se apartó, se acomodó la ropa y sin una palabra, se fue a su
escritorio. Mónica, aun con las piernas temblorosas por la magnitud del
orgasmo, tuvo que reponerse y salir como si nada hubiera pasado.
Después de
esa primera vez, la cosa comenzó a repetirse unas dos veces a la semana, aunque
siempre variaban los días y las horas, lo que lo hacía bastante impredecible, y
por ello, más emocionante. Mónica aprendió a estar preparada. Comenzó a ir a trabajar con falda y cuando recibía el aviso, pasaba por
el aseo y se quitaba la ropa interior. Estaba lista.
Nunca supo
si sucedía con alguien más de la agencia y tampoco intentó descubrirlo. No
amaba a aquel hombre. Jamás se habían visto fuera del banco ni lo echaba de menos en
sus vacaciones. Pero él sólo tenía que llamarla y ella acudía sin pensarlo. Hoy
era la primera vez que vacilaba. Se preguntó qué sucedería en caso de no ir. Era
su último día de trabajo antes de las vacaciones de Navidad y pasaría un par de
semanas hasta que nuevamente tuviera oportunidad de estar con él. ¿Y si se
molestaba y no la buscaba más?
Eso la
preocupaba y no solo por dejar de sentir aquel placer delirante. Aunque no era
su motivación esencial, sabía que mientras las cosas siguieran así, su empleo estaba
garantizado y también su evolución laboral, aun en aquel ambiente tan
competitivo. Había comenzado como operadora telefónica y ya era cajera. Pronto
ascendería a promotora de negocios. Y todo eso, a cambio de pasársela tan bien.
No, no valía la pena arriesgarse.
El único
problema era Diego. Lo amaba y le dolía que aquella relación casi perfecta tuviera
que verse empañada por su traición. Él era el hombre de su vida, el que había
elegido para ser el padre de sus hijos. Solo faltaba que le pidiera matrimonio.
Pero no se decidía. Solía alegar que todavía no estaba listo, que aún tenían
que disfrutar más antes de asumir un compromiso tan serio y otros pretextos
por el estilo. Ella trataba de no usar esa insatisfacción para aminorar su
culpa, pero en cierta forma aquello la compensaba. Así que se tragaba sus
remordimientos y seguía con su secreto a cuestas.
¿Qué habría
venido a hacer Diego a su banco? Rara vez lo hacía, ni siquiera tenía cuenta
allí. Se fijó y le pareció distinguir un cheque en su mano. Seguramente tenía
prisa por cobrarlo y aprovechó para saludarla. ¡Qué mala suerte que apareciera justo en ese momento! Porque una cosa era
engañarlo a sus espaldas y otra lanzarle en la cara el cartel de caja cerrada e
irse a fornicar con su jefe en sus mismas narices. Aunque él no tenía por qué
enterarse. En definitiva, ella estaba en su trabajo y bien podía tener una
reunión urgente. Pero igual se sentía terrible por hacerlo.
Le quedaban apenas unos segundos para decidirse. A pesar del nerviosismo, no pudo dejar de evocar lo
que la esperaba allá adentro, y algo que no era su cerebro terminó de tomar la
decisión por ella. ¡Qué diablos! No iba a perderse algo tan bueno nada más por intercambiar
unas sonrisas con su novio, mientras contaba su dinero y se lo entregaba. Igual
no confesaría haberlo visto y pronto otro cajero lo atendería y se marcharía.
No lo pensó más. Colocó la tablilla contra el vidrio y sin mirar atrás, se esfumó en
dirección al baño.
Diego alzó
la vista de la revista que leía y notó que la caja de Mónica estaba vacía. “Ni
siquiera me vio”, se dijo, encogiéndose de hombros. “Debe ser que aún no es el
momento. Tal vez para San Valentín”. Aunque el cajero de al lado estaba
llamando al “siguiente”, dio media vuelta y caminó hacia la salida.
Antes de
arrugarlo y lanzarlo en una papelera, contempló por última vez el cheque con
que había planeado sorprender a su novia esa Navidad. En lugar de su nombre y
los números habituales, una frase lo atravesaba de lado a lado: “¿Quieres
casarte conmigo?”.
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