Este relato lo había escrito hace unos años a petición de un amigo —quien tenía una revista de tema financiero y era un asiduo lector de mis novelas—, que en aquel momento me retó a escribir un cuento que combinara el tema del erotismo con las finanzas. Yo entonces recordé unas confidencias que él mismo me había hecho una vez sobre la manera que en que se las arreglaba, a pesar de su edad y sus problemas de salud, para siempre tener compañía femenina, y le devolví el desafío a modo de broma. Ahora lo he rescatado para publicarlo en el blog y, de paso, homenajear a esta persona, ya fallecida y cuyo nombre me reservaré, pero a quien siempre recordaré con mucho afecto
Tres amigos conversan en un bar. Dos son hombres maduros de alrededor de
sesenta años, el tercero ya se acerca a los setenta. Están un poco pasados de copas
y surge el tema del sexo.
Uno de los dos más jóvenes, bastante calvo y con un vistoso bigote, comenta
que el viagra a él vino a salvarle la vida, pues con los problemas de salud que
tiene desde hace años, la erección se le dificultaba bastante.
—¡Qué va! —protesta enérgicamente su contemporáneo, quien conserva toda
su cabellera entrecana—. Para mí es todo lo contrario. Yo no quiero saber nada
del viagra.
—¿Y eso por qué? —Se interesa el más anciano, un señor completamente
canoso y de muy buen porte, con una prominente nariz—. ¿Te ha provocado algún
efecto secundario?
—No, no es eso —responde el aludido—. Es que es un despilfarro total.
—¿Te parece muy caro? Yo creo que vale lo que cuesta —dice el bigotudo.
—No, tampoco es esa la razón. Lo que pasa es que a nuestra edad ya las
mujeres no se dan tan fácil. No es como cuando éramos jóvenes, que uno las
invitaba a un par de copas y luego ya el polvo era seguro. Ahora hay que
conquistarlas con algo más. Llevarlas a buenos restaurantes, lugares de moda,
hacerles regalos, o sea, invertirles pasta. Y luego que te las ligas, seguir
gastando para mantenerlas interesadas. Es la ruina.
—Eso tiene su parte de verdad, pero yo sigo sin entender la relación con
el viagra. Porque si para colmo no se te empina, ¿entonces de qué te sirve
tanta inversión?
—Lo que pasa es que yo lo veo al revés. Si no se me empina, no necesito de
las mujeres y no tengo que invertir nada –sonríe, triunfal—. Por tanto, mantengo esas pastillas azules bien alejadas de mí. Es el mejor método de ahorro.
Los otros dos se ríen por un rato. Luego el del bigote interviene.
—Pues yo no lo veo así. En definitiva, uno no toma viagra y luego sale a
buscar la mujer, sino al contrario. Y para mí el deseo está siempre ahí, con
erección o sin ella, y si una mujer me gusta, no reparo en gastos. Y luego con
la pastillita azul, termino de afrontar la situación.
—Pues yo ni lo uno ni lo otro —sentencia el más anciano—. A estas
alturas hay que utilizar la inteligencia en ese asunto del sexo. La potencia es
lo de menos, lo que vale es la experiencia y lo que uno sea capaz de lograr con
las posibilidades que tiene. Yo les aseguro que ninguna mujer que haya estado
conmigo se ha quedado insatisfecha. Y no solo es responsabilidad del Viagra.
En ese momento, una de dos mujeres que están sentadas en la mesa de al
lado, interviene en la conversación. Es atractiva, aunque ya no muy joven.
—Usted perdone que me entrometa, yo no dudo de sus habilidades, pero ¿cómo
puede estar tan seguro de eso? Las mujeres somos especialistas en fingir
orgasmos.
El anciano se vuelve hacia ella.
—Fingir, pueden hacerlo, pero a mí no me engañan. Hay ciertas respuestas
corporales que no se pueden imitar, aunque no todos los hombres las saben
reconocer.
—Y usted sí, por supuesto —dice la mujer, con una sonrisa irónica.
— Por supuesto. —Ella pone cara de duda. El hombre la observa,
retador—. Si me dejas, te lo demuestro —le propone—. Es más, ¿quieres apostar?
—¿Qué clase de apuesta?
— Muy simple. Yo te apuesto cinco mil euros a que podría provocarte diez
orgasmos en unas cinco horas. Si lo consigo, tú me los pagas. Pero si nada más
llegas a nueve, yo te doy a ti los cinco mil euros. ¿Qué dices?
Ella lo mira, escéptica.
—¿Está seguro de lo que está diciendo?
—Completamente. Ten en cuenta de que en este caso no te serviría de nada
saber fingir. Estarías experimentando el orgasmo y tendrías que poder
ocultarlo. Y eso es imposible. Por la
misma razón de que no podrías evitarlo aunque quisieras. —La mujer se queda
pensativa—. ¿Apostamos entonces?
—La idea me atrae —dice al fin—, pero primero tengo que conseguir esa
cantidad de dinero, ahora mismo no la tengo. Lo veré aquí el sábado a esta
hora y le doy mi respuesta, ¿vale?
—Vale —contesta el hombre, mientras sonríe, socarrón.
Los tres hombres contemplan a la mujer ponerse de pie y caminar hacia la
salida.
—Oye —dice el del bigote—. La verdad es que no está nada mal, pero tampoco
es que vale cinco mil euros. Por esa cantidad te consigues mejor a dos de veinte.
O hasta tres. ¿No crees?
Se ríen.
—Bueno, lo de la edad es discutible. No hay que olvidar que las mujeres
son como el vino… Pero no hay de qué preocuparse —asegura el anciano—. No va a
venir el sábado. No es la primera vez que hago esta apuesta. La primera vez que
lo propuse iba bien dispuesto y me lancé, pero luego me di cuenta de que
ellas nunca se arriesgarían a algo así. En el fondo se sienten inseguras de
poder controlar sus propios cuerpos.
—¿Y para qué lo haces entonces?
—Solo me divierto un poco.
—Pero ¿y si alguna aceptara? ¿Te crees realmente capaz de lograrlo?
Porque aún con el Viagra, a tu edad…
El otro sonríe con picardía
—Hay algo de lo que nunca se habla en la apuesta y es la forma en que
voy a lograr provocarles los orgasmos. Por supuesto que no cuento solamente con
mi potencia. Otros apéndices de mi cuerpo, en cambio, sí están aptos para una contienda
así.
Los mira, enigmático. El del bigote mueve la cabeza, incrédulo.
—Pues yo creo que por muy bueno que seas, también la lengua se te
terminaría cansando, ¿no crees? ¿Te imaginas cinco horas seguidas?
El otro asiente, apoyando el punto de su amigo.
—Qué va. Imposible.
El anciano se echa a reír. Ellos lo observan, intrigados.
—En esa contienda yo usaría todas mis armas, obviamente y la lengua es
una muy importante, pero cuando hablo de apéndices no me refería a ella.
—Y entonces…
—¿Recuerdan esa canción de Juan Luis Guerra: “Quisiera ser un pez, para
mojar mi nariz en tu pecera y hacer burbujas de amor por donde quiera…”? —Les
hace un guiño significativo, mientras con un dedo se acaricia el tabique nasal.
—¡No! Tú estás de coña. ¿La nariz?
—Claro. A mí la madre naturaleza me dotó muy bien por ese lado. ¿Por qué
no aprovecharlo? Y me atrevo a asegurar que ninguna se resiste a esto. Así que…, esa es
mi carta bajo la manga.
Los tres se ríen de buena gana.
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