El último de sus compañeros de trabajo pasó
junto a su escritorio y luego de un rutinario “feliz finde", también
desapareció tras la puerta de vidrio.
Silvia miró el reloj. Eran las 18:45. Necesitaba apresurarse si quería hacerlo aquella noche, pero aún los
números del balance se resistían a cuadrar. El jefe aspiraba a tenerlo sobre su
escritorio a primera hora del lunes y ella prefería terminarlo, para no
tener que llevarse a casa nada de la oficina. Aún le quedaba
una media hora de trabajo.
No podía demorarse. Nadie la esperaba esa noche, pero a las 20 horas cambiaban la guardia de la entrada y uno de los guardas recorría las oficinas. Además, si salía muy tarde, ya no alcanzaría
el autobús hacia su casa y tendría que tomar un taxi, un lujo que raramente solía permitirse. Aunque su sueldo de contable
era más que aceptable, prefería evitar ciertos gastos superfluos.
Al fin obtuvo el resultado correcto. El
informe del desempeño económico del mes estaba listo. Lo imprimió y se dirigió a
la oficina del Presidente. Antes consultó el reloj de la pared, eran las 19:40.
Aún tenía tiempo.
Mientras caminaba sintió el habitual
cosquilleo en su vientre. Llevaba más de una semana sin poder disfrutar de su
pasatiempo secreto. Dejó los papeles sobre el escritorio y salió al pasillo.
Caminó hasta la puerta contigua y entró.
Era la oficina de Mario, el vicepresidente. Al
entrar, las aletas de su nariz se dilataron, siempre había ese fuerte olor a tabaco en el ambiente. Silvia no soportaba a los fumadores, el humo por lo
general la hacía toser, pero el aroma de aquellos cigarrillos negros que fumaba Mario
la embriagaba. Con él todo se trataba de olores. Se dirigió a la puerta del
pequeño baño, la abrió y se detuvo en el umbral.
Echó una ojeada. Ahí estaba, en el lugar de
siempre. Se acercó, la tomó en sus manos y la acercó a su nariz. Aspiró con
avidez el olor que despedía y el cosquilleo comenzó a acrecentarse. Su pelvis
tembló mientras recordaba a Mario entrando aquella mañana por la puerta de
vidrio, vestido con ropa de deporte, en las manos su maletín y el gancho con su
flux. La saludó sin apenas verla, como ya era usual. Y dejó en el aire el penetrante
olor de su transpiración.
Cada día corría por el Parque del Retiro antes
de ir a la oficina. Llegaba un poco antes de la hora, se daba un baño y se
cambiaba de ropa. A veces olvidaba su camiseta sudorosa en el gancho del baño.
Y esos días Silvia tenía su fiesta privada.
Ella ya sabía que era uno de esos días. Lo había visto salir en la tarde, sólo
con el maletín en la mano. Cuando se llevaba la camiseta lo hacía en una bolsa
plástica. De modo que hoy la había dejado, como un involuntario y generoso
regalo para ella, su anónima admiradora secreta. Desde ese momento,
Silvia no había podido esperar la hora en que todos se fueran y tuviera
oportunidad de quedarse a solas con su fetiche.
Nadie sabía de su oscura afición. Su amiga
Esther a menudo la invitaba a salir, pero ella casi nunca aceptaba. Detestaba
sentarse en un bar a soportar el humo de mil cigarrillos y a aquellos ancianos
babosos, que eran los únicos que se fijaban en ellas.
No soportaba a los viejos, aunque era consciente
de que, a su edad, ya no podía aspirar a hombres jóvenes. Bueno, excepto a aquellos
chicos universitarios, tan fuertes y saludables, que por dinero accedían a
pasar unas horas con señoras maduras necesitadas de compañía.
Siempre había rechazado esa posibilidad. Sabía
que no era un pasatiempo barato y temía que, de probarlo, fuera a convertirse
en una adicción, como le sucedía a Esther, que dilapidaba gran parte de su
sueldo en aquellos lances. Además, ya le había tomado el gusto a sus
incursiones secretas a la oficina de Mario y con eso tenía suficiente. Sin
contar con que estas eran completamente gratis.
Ahora, mientras con una mano sostenía la camiseta
contra su rostro y recreaba en su mente los músculos pectorales del joven
tensando la tela húmeda que se les adhería, la otra se deslizó en su escote y
palpó sus senos, cuyos pezones estaban completamente tensos bajo el sujetador.
Luego la deslizó bajo su falda y embebió sus dedos de la humedad que ya se
había filtrado entre sus muslos. Trajo esa mano también a su nariz y aspiró su
propio olor íntimo unido al que despedía la camiseta de Mario. Después de eso,
ni siquiera necesitó tocarse. Su orgasmo se disparó de inmediato, haciendo a sus
caderas vibrar con tal intensidad, que necesitó sostenerse del toallero para no
golpearse con la pared.
Siempre tenía el impulso de gritar, pero no era
conveniente hacer ruido, pues por esa ventana podrían escucharla los vigilantes.
De modo que mordió la tela para ahogar en ella sus chillidos.
De repente, un ruido la arrancó de su éxtasis.
Dejó la camiseta en su sitio y salió del baño, justo en el momento en que el guarda entraba por la puerta de la oficina.
―Ah, estaba usted aquí, doña Silvia ―se sorprendió el hombre―. Me dijeron que aún no había salido y me extrañó no verla en su escritorio. ¿Algún problema? –indagó al ver el rostro de aquella cincuentona, exaltado por un raro rubor que la hacía parecer más joven y atractiva.
―Ah, estaba usted aquí, doña Silvia ―se sorprendió el hombre―. Me dijeron que aún no había salido y me extrañó no verla en su escritorio. ¿Algún problema? –indagó al ver el rostro de aquella cincuentona, exaltado por un raro rubor que la hacía parecer más joven y atractiva.
–No, no sucede nada, sólo tuve un pequeño percance
femenino, pero ya pasó. Cuando estoy sola, vengo siempre a este baño, está mas
limpio –agregó, con un guiño de complicidad–. Me guarda el secreto, ¿vale?
El hombre asintió, mientras notaba que la
blusa de la mujer tenía varios botones entreabiertos y uno de sus senos casi se
salía del sujetador. Ella percibió la mirada y también su objeto. Ruborizada,
se la abotonó rápidamente. Él disimuló y continuó su recorrido.
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