domingo, 21 de julio de 2013

CARACAS ERÓTICA. 2da Entrega: CHICAS EN LA CIUDAD




Como me gustó tanto el relato Señales del cielo y le tomé cierto afecto a su protagonista, he decidido que forme parte de una serie, de la cual la entrega de hoy es una especie de presentación de los personajes que a partir de ahora se repetirán tomando parte en diferentes situaciones, todas, obviamente, de tipo sexual. 

Llamaré a la serie: Caracas erótica, pues esta ciudad será su escenario. Para no perder la costumbre, seguiré solicitando la colaboración de los lectores. Al final tendrán su manera de participar, si gustan. 

Quienes no hayan leído el primer cuento, les aconsejo entrar aquí y hacerlo antes de seguir, o no entenderán nada de lo que hablaré a continuación. Luego pueden volver acá y continuar leyendo. 




Después de haber leído su aventura en el relato Señales del cielo, es de suponer que los lectores se hayan formado cierta opinión sobre Mónica. Dado su desenvolvimiento en esa historia, seguramente estarán pensando que es una chica bastante superficial y hasta un poco cabeza loca. No los culpo, de hecho su comportamiento deja bastante que desear. Sin embargo, debo decir en su defensa que este tipo de lances no son algo común en su vida, que resulta usualmente bastante convencional y monótona.

Sí, no se sorprendan. Aunque pudiera parecerlo, Mónica no es ninguna ninfómana ni anda todo el tiempo a la caza de aventuras sexuales eventuales. Es cierto que busca a alguien, pero a alguien especial, un gran amor. Y de hecho, si reflexionan mejor en lo leído, hasta me darán la razón. Porque se percatarán de que ella necesitó escudarse en la novela y que ésta le diera la pauta a seguir, ya que de lo contrario y a pesar de que el joven la atrajera, probablemente no se habría atrevido a llegar tan lejos.

Por otro lado, el hecho de que inicialmente lo rechazara y que luego, el verlo sacar un libro, la hiciera cambiar de opinión tan drásticamente, puede hacer pensar que se trata de alguien bastante esnob y pseudointelectual, pero en esto también estarían siendo demasiado duros con Mónica. Sencillamente, ella trata de encontrar a alguien que se corresponda con sus intereses, con quien pueda hablar y con quien tenga gustos en común. Quizás sí fue un poco superficial al juzgarlo por su apariencia, y luego es evidente que se fue al otro extremo. En fin, debo admitir que Mónica no es lo que se dice muy perceptiva, pero tampoco por eso tenemos que crucificarla.

Respecto a su reacción al final del episodio, ahí sí les doy en parte la razón. Ella no debió ser tan impulsiva, en definitiva no la había pasado nada mal con el muchacho. ¿Qué más daba si no era un intelectual? En definitiva, ¿quién necesita alguien que se haya leído media Biblioteca Nacional para disfrutar de una buena aventura sexual? Aquí ya vamos profundizando en la personalidad de Mónica, y vemos que en el fondo es una chica bastante convencional, que jamás hubiera intentado esa aventura de haber supuesto que sería sólo por sexo. Ella necesitaba imaginar que la cosa iría más allá y que las aficiones comunes contribuirían a ello. Admito que fue bastante ingenuo de su parte, pero Mónica es aún muy joven y la vida no le ha dado demasiadas oportunidades de explorar el complejo mundo de las relaciones románticas. 

Ahora, algunos datos más sobre el personaje. Mónica tiene veinte años, es natural de San Cristóbal (aquí los lectores venezolanos esbozarán una sonrisa) y se encuentra en Caracas estudiando Letras en la Universidad Central desde hace exactamente un año y cinco meses. Comparte el apartamento con una amiga, de su misma región y para completar, estudiante de Psicología. Con estos antecedentes, ustedes coincidirán conmigo en que no podemos exigir demasiado de ella.

Ya sé lo que me van a preguntar. ¿Y a que viene esa afición por el esoterismo? Ok, coincido en que eso no casa demasiado con el patrón que hemos dibujado, pero toda regla tiene su excepción y de éstas es que suele nutrirse la Literatura. Es cierto que Mónica es fan de los horóscopos, y que nunca se pierde  el programa de Carlos Fraga en Televen. También es verdad que en secreto, adora “El Alquimista”, de Paulo Coello. No la culpo por ocultarlo, porque ya se ha ganado entre sus compañeros de clase el apodo de “La comeflor”, y no tiene ningún sentido que siga arrojando más leña al fuego. Su estancia en la Facultad de Humanidades podría llegar a tornarse insoportable.

Esta pasión por la Nueva Era es plenamente compartida por Sonia, su compañera de piso, quien, por su parte, hace enormes esfuerzos por buscar el punto medio que le permita asimilar las técnicas del Renacimiento al Psicoanálisis freudiano. Tenemos que decir a su favor que es mucho más valiente que Mónica y que ha llegado a plantear esto como un posible tema de tesis, lo cual, además de las burlas de sus compañeros, ha provocado que más de un profesor se lleve la mano a la cabeza con evidente desconcierto. 

Por lo demás, Sonia tiene un novio desde hace años, al que ve sólo cuando va a su pueblo en vacaciones, y al que es total y absolutamente fiel, razón por la cual Mónica generalmente tiene que afrontar sola o con personas menos allegadas, su búsqueda de compañía masculina. Aunque su amiga en ocasiones le echa una mano.  

He olvidado mencionar que, aunque paisanas, hay una pequeña diferencia socioeconómica entre ellas. Mónica proviene de una familia adinerada de la provincia, mientras que la de Sonia es de simples agricultores, razón por la cual ella se ve obligada a trabajar medio tiempo para suplir sus gastos, entre ellos pagarle a su amiga una módica cantidad por la habitación que ocupa en el apartamento que la otra paga casi totalmente de la generosa mesada que sus padres le depositan mensualmente. 

Por estos tiempos, Sonia consiguió un empleo de mesera en el café del Museo de Bellas Artes, y Mónica mata gran parte de su tiempo libre allí, usualmente acompañada de algún libro y de una deliciosa torta de chocolate, siempre al acecho de algún príncipe, que además de ser azul, comparta sus gustos espirituales y literarios.  Su amiga, que se encuentra plenamente al tanto de sus operaciones, de vez en cuando hace las veces de celestina, avisándole si aparece algún nuevo prospecto, al que de inmediato confecciona una especie de ficha mental, que luego comunica a su amiga: Hora en que suele ir, alimentos que ingiere, titulo del libro que lleva, si va sólo o acompañado de amigos, si es generoso o tacaño en las propinas... Este último detalle no le importa tanto a Mónica, pero su amiga insiste en aportarlo y bueno, ella tampoco está interesada en decepcionarla, así que finge interés al respecto. 

Ahora mismo, cuando Mónica está aún en el metrobús, decidiendo si destroza o no la dichosa novela, Sonia acaba de repicarle al celular. Está claro que el modesto Huawei Android de la otra es prepagado y tiene que estirar una tarjeta de 60 bolívares por todo un mes, mientras que a ella el consumo de su iPhone postpago se lo debitan directamente de la tarjeta de crédito de su adinerado papá. La llama de inmediato.

―Oye, ¿por dónde andas? –Indaga Sonia-. Te aconsejo que vengas para acá de inmediato, hay un candidato perfecto allí sentado. Ya se ha tomado dos cafés y parece interesadísimo en el libro que está leyendo. No creo que se vaya por ahora.

Mónica sonríe tristemente y no sabe qué decir. Aquello parece una broma macabra. Casi le da una mala contesta a Sonia, pero logra reaccionar a tiempo. Ella no tiene culpa de su estado anímico y es cierto que en otras circunstancias, le hubiera agradecido mucho semejante aviso.

―Ah, gracias amiga, pero hoy paso. Estoy demasiado cansada y hasta un poco depre. Ya te contaré en la noche lo que me pasó. 
Se despiden y tranca el teléfono. Ya el autobús está llegando a su destino, y se apresta a bajarse. El pegoste en sus muslos ya se pasa de incómodo y además, eso de andar por ahí sin pantaleta... Al bajarse, para un taxi y le da la dirección de su apartamento en El Marqués. Al llegar se da un buen baño y se mete de inmediato en la cama, donde se duerme de inmediato, y no despierta hasta que su compañera llega a casa, unas tres horas después.


Sonia no sale de su asombro:

—Pero… Mónica, tu estás loca de remate, amiga. Irte tras un hombre al que no conoces, a meterte en quién sabe qué lugar…

—Tampoco era tan mal lugar, la casita era un anexo, pero quedaba en la Florida —le replica Mónica, con una sonrisita maliciosa. Ya se siente un poco mejor y ahora más bien tiene ganas de azuzar a la otra. 
—Oye, ya sabes que esas cosas no importan, igual pudo ser un asaltante o un violador —insiste Sonia.

—Para qué preocuparme por eso, ¿no ves que si una cosa quería yo en ese momento con todas mis fuerzas era que me violara…? —le sonríe abiertamente, y Sonia queda bastante confundida. Su mente simple aún no capta las intenciones humorísticas de su amiga y cada vez sus ojos se abren más de asombro y estupefacción. 


—Pero qué dices… y además, ¡ni siquiera usaste preservativo! Esa historia del semen corriéndote por las piernas. ¡Ay, Mónica, yo creo que tú te volviste completamente loca! 

Ante esta última observación, Mónica se queda callada, y hasta se le refleja cierta preocupación en el rostro. Acaba de darse cuenta de ese detalle, justo en este momento. Ahí sí que Sonia tiene su razón, de verdad que se pasó de loca. 

Bueno, nosotros sabemos que más que loca, nuestra amiga ha pecado de ingenua e inexperta y esto nos viene a comprobar, una vez más, que ella hasta ahora no ha sido aficionada a este tipo de aventuras casuales. Pero... ¿cómo la afectará lo sucedido hoy?




Aquí ya las tienen. Ellas serán los personajes principales. ¿Qué es lo que quiero de los lectores? Qué me aporten ideas de situaciones eróticas en que ellas podrían estar inmersas. Solo la idea, no es necesario que escriban el relato, de eso me encargaría yo. 

Los venezolanos estarán más en su ambiente, pero igual cualquiera puede imaginar situaciones de sexo urbano, y yo las adaptaría al escenario de acá. También se valen sugerencias sobre los personajes, aún estamos a tiempo de hacerles modificaciones.

Dejaré pasar un mes entre una entrega y otra, así ustedes tienen tiempo de pensar y yo de escribir. Y si no se les ocurre nada, igual coméntenme qué les parece esta idea.

¡Ya está la tercera entrega de esta serie! Oprime aquí

miércoles, 19 de junio de 2013

CARACAS ERÓTICA. 1ra entrega: SEÑALES DEL CIELO



Este relato erótico fue posteado inicialmente incompleto y formó parte de un concurso en que los lectores proponían diversos finales. Ahora es la primera entrega de una serie de relatos que llamaré "Caracas Erótica", y que mantendrá a la misma protagonista en diversas situaciones de sexo urbano.




Todavía no podía creer que aquello hubiera sucedido. Menos aún que ella se hubiera atrevido a ser su protagonista. Era de ese tipo de anécdotas que, a pesar de tener una moraleja bien aprovechable y hasta su cuota de humor, uno nunca se atrevería a contársela a sus hijos y nietos, tan sólo por la vergüenza de confesarse protagonista de semejante insensatez. Si se la estaba contando a Sonia, era solo sólo porque seguía tan conmocionada, que si no hablaba con alguien, se moría. “Y tú eres mi mejor amiga, así que, ¿a quién mejor?”.

Eran como las cuatro de la tarde, y Mónica regresaba a casa en el Metro. En una estación se montó un muchacho que enseguida le llamó la atención. “No puedes ni imaginarte lo bueno que estaba”. Se veía que acababa de salir de algún gimnasio o entrenamiento, y no sólo porque usaba short, camiseta y zapatos de goma, o porque aún se le notaba sudoroso. Sus brazos y piernas eran musculosos; su espalda, ancha, y sus pectorales, de tan abultados, casi hacían estallar la camiseta. 

Y no sólo era el cuerpo, su rostro también era digno de ser tomado en cuenta: un par de ojos negros espectaculares, nariz recta, labios llenos y sensuales… Llevaba el pelo, también negro, muy corto y una sombra de barba muy tupida, como de dos días sin afeitar. “Un verdadero atraco. Provocaba irle encima y comérselo a mordidas.

El muchacho se sentó un poco lejos de Mónica, y después de contemplarlo un rato, ella decidió que sería mejor olvidarlo. Con un cuerpo tan espectacular y esa pinta de vivir dedicado a él, seguro no se podría entablar con él siquiera una conversación medianamente inteligente. Pero por más que trataba, no podía quitarle los ojos de encima. Le volvían a él como atraídos por un imán, y a su mente empezaban a llegar imágenes perturbadoras, y unas cosquillas a subirle por el espinazo… “Increíble, me estaba excitando allí mismo, en pleno vagón. Hasta me dio miedo que alguien se diera cuenta”.

Ahí fue que empezó a dudar. ¿Y si lo estaba juzgando sólo por su apariencia? Bien podría estarse engañando, pero, ¿cómo estar segura? Necesitaba una pista, algún indicio. Miró alrededor. El hombre frente a ella tenía un periódico, y hasta pensó pedírselo, para ver si el horóscopo le decía algo revelador. “Sí, sé que fue una idea tonta”. Ya estaba empezando reaccionar de forma inusual y errática, bajo el influjo de la irresistible atracción que aquel hombre ejercía sobre ella.

Fue entonces que, con el rabo del ojo que no había dejado de espiarlo, captó en él un movimiento inesperado. Se volvió. Había abierto su mochila azul marino y de ella sacado… “¡Adivina! ¡Nada menos que un libro! ¿Te imaginas?”.

Un montón de campanitas empezaron a tintinear en la cabeza de Mónica. Si ésa era la señal que le enviaban, no cabía duda: tenía que seguir adelante. Alguien que leía no podría ser tan elemental, aun cuando se dedicara a cultivar el cuerpo. Volvió a mirarlo, extasiada, y cada vez se convencía más. “Si había tenido la suerte de toparme con un tipo, que encima de estar tan bueno, tenía algo en la cabeza, yo no podía perder aquella oportunidad”.

Se dispuso a actuar. Lo primero era llamar su atención, y su reflejo inmediato fue meter la mano en el bolso y sacar su propio libro. Sabía por experiencia que nada atrae más a un lector que otro lector, se crea enseguida una corriente de identificación, que facilita cualquier acercamiento posterior. Ella siempre llevaba un libro en la cartera, si no lo había sacado antes para ir leyendo por el camino, era porque se había distraído precisamente mirándolo a él.

Éste lo acababa de comprar y ni lo había ojeado. Sólo sabía que era una novela erótica y eso también le pareció un símbolo prometedor. Lo abrió y fingió recorrer las líneas, pero de inmediato algo en el texto despertó su curiosidad y terminó interesándose en la lectura. La novela transcurría en el siglo XIX, y justo en ese capítulo, una joven aristócrata se ve junto a un grupo de personas, se trasladaba en un carruaje de un pueblo a otro. 

Con Virginia viajan varias personas, pero toda su atención se centra en un joven que va sentado al lado de la puerta. A juzgar por su vestimenta, es alguien muy humilde, de pueblo, pero a ella le parece excepcionalmente atractivo. Sabe que eso no tiene ningún sentido, pero no consigue dejar de mirarlo. “Es tan hermoso”, piensa. “Y a pesar de sus ropas tan sencillas tiene como un garbo, una elegancia natural... Tampoco sus manos son las de un trabajador del campo, parecen finas y cuidadas y sus ojos irradian nobleza. Probablemente proceda de una familia de linaje, venida a menos. Ni me ha mirado, ¿será que no me ha visto?  No, no puede ser, lo que pasa es que debe sentirse intimidado, y lo entiendo, si yo estuviera tan mal vestida no me atrevería ni a mirar los ojos de un caballero. 

La evidente analogía con la situación en que se encontraba sacudió a Mónica. Era otro indicio de que iba por buen camino. Aunque su lector del metro a ella ni la había notado, y si seguía tan abstraído en su lectura, nunca lo haría. Entonces vio desocuparse un puesto frente al suyo y decidió sentarse allí, para ver si lograba que se fijara en ella.

En ese momento, el tren llegó a una estación. El muchacho cerró el libro de golpe, se paró y salió por la puerta más cercana. Mónica, que ya estaba de pie para cambiar de asiento, ni lo pensó y salió detrás de él. No había oído ni qué estación era, pero qué importaba, no podía perderlo.

Empezó a subir la escalera mecánica, presa entre un mar de gente que no la dejaba avanzar y viendo cómo su mochila azul llegaba arriba, y se perdía de vista en medio del tumulto. Se desesperó. Con tantas señales positivas, no podía ser que se le escapara. “Comencé a rezar como una loca, no, mi diosito no podía permitir que aquella belleza se me escapara”. Cuando llegó arriba, el muchacho no se veía por ninguna parte. Atravesó el torniquete, tomó la salida más cercana y subió toda velocidad la segunda escalera, que por suerte estaba casi vacía.

Ya en la calle, miré ansiosa alrededor. Ahí estaba, esperando tranquilamente el metrobús, otra vez con su libro ante los ojos. “Le di gracias a Dios y… ¡hasta le prometí ir a misa el domingo!”. Se puso en la cola, quedando unas cuatro personas más atrás que él. Desde ahí era imposible intentar nada, no le quedaba más remedio que esperar a estar en el autobús. Volvió a abrir su novela. 

El carruaje ha llegado a un destino intermedio y varias personas se bajan, quedando sólo Virginia y el joven campesino para continuar viaje. “¡Qué suerte!”, celebra ella, “vamos a seguir solos el viaje. Es largo, así que podré observarlo mejor y tal vez hasta logre vencer su timidez. Porque ahora ya tiene que haberme visto, sin embargo, sigue retraído. No es para menos, el cochero ya lo miró con cierta desconfianza al ver que quedábamos solos y le lanzó una mirada como de "cuidado con importunar a la señorita".  Pero ya irá ganando confianza. De eso me ocupo yo. 

Mónica estaba cada vez más emocionada. La similitud se le antojaba casi mágica y ahí fue que tomó la decisión más trascendental del día: seguiría las indicaciones del texto, haría lo mismo que esa chica hiciera. “No me mires así, que parecía muy lógico en aquel momento. Además, ¿qué mejor que la Literatura para servirme de guía?”.

Se apartó unos pasos de la cola y lo contempló, esta vez de perfil. Unas gotas de sudor le corrían por la cara y en ese momento sacaba un pañuelo y se las secaba. Ya empezaban a humedecérsele los muslos, sólo quería correr hacia él y lamer ella misma aquel sudor, que tendría ese sabor entre ácido y salado, como de pepinillos encurtidos… Empezó a temblar y eso ya la asustó un poco. Se sentía fuera de control, capaz de hacer cualquier locura. Hasta le daba miedo seguir leyendo, pues ya sabía que lo que fuera que dijera allí, tendría que hacerlo.

En ese momento el metrobús llegó. Al llegar su turno subió y mientras validaba el boleto, lo buscó con la mirada. Ahí estaba, en uno de los asientos de adelante que van contrarios al resto. Frente a él ya había alguien, pero el puesto diagonal estaba vacío, y Mónica se apresuró a ocuparlo. Hizo tanto revuelo al sentarse, que por primera vez lo vio levantar la vista de su lectura y fijarla en ella.  “¡Qué mirada, amiga! Me penetró hasta el alma, y no sé, pero algo en ella me hizo sospechar que no me estaba viendo por primera vez.

Tal vez hasta había notado que lo seguía”. Volvió a temblar. Aquel par de ojos estaban clavados en ella, es decir, que tenía al fin toda su atención, justo lo que había estado deseando, y ahora no podía evitar sentirse intimidada. ¿Que debía hacer?

De inmediato recordó el libro y lo abrió. Allí tenía que estar la respuesta, además de que le serviría de parapeto contra aquellos ojos, que ya empezaban a ponerla nerviosa. Fingió leer un poco, y al volver a alzar la vista, ahí seguían sus ojos. Esta vez se sobrepuso a su timidez y le sostuvo la mirada. Ensayó una media sonrisa, que él le devolvió mucho más amplia, y con un dejo de malicia en las pupilas. De nuevo se turbó, y regresó a la lectura. 

El coche salta constantemente, por los accidentes del camino, y a cada impacto, los pechos de Virginia se elevan, amenazando con salir disparados de su escote; mientras su vecino, ya menos retraído, no los pierde de vista ni por un segundo. 

En ese momento, el autobús cayó en un bache. Los senos de Mónica rebotaron, y casi se salen de la blusa, cosa que aquellos ojos frente a ella no dejaron de notar. Ahora estaban fijos en sus pechos, que gracias a su camisa escotada y al sostén push off que las empujaba hacia adelante, debían lucir exactamente como los de la muchacha del libro, que impulsados desde abajo por su apretado corsé, desbordaban su escote. “¿Sigues viendo el paralelismo que entre el texto y la situación?”. Mónica estaba cada vez más exaltada, y sentía que no podría detenerse. Siguió leyendo. 

Virginia está cada vez más inquieta. “Sus ojos sobre mi piel me hacen sentir un calor que casi me abrasa, y tengo cada vez más deseos de saltar sobre él, y hundir mi boca en esos labios llenos y sensuales, que se me antojan frutas maduras, listas para ser mordidas. Ay, cómo lo deseo. 

El libro empezó a temblarle en las manos. “Eso mismo era lo que yo estaba deseando desde que lo vi en el tren, lanzarme sobre él y devorármelo”. Sexo, lo que quería era sexo, y aquella muchacha de la época victoriana le estaba dando una lección, era mucho más sincera consigo misma que ella. Se llenó de valor y le buscó los ojos. El deseo en ellos era tan intenso, que otra vez la hizo sentir intimidada. Volvió a refugiarse en la lectura. 

Ya ha dejado atrás su timidez y sus ojos me recorren con una avidez que me asusta, aunque aún no se atreve a dar el primer paso. Lo entiendo, de equivocarse y yo gritar, sería su fin. Ese cochero hasta va armado. Si no actúo yo, la cosa no pasará de este ya tonto intercambio de miradas. Busca los ojos del joven y por primera vez, le sonríe abiertamente. 

Leer eso le dio a Mónica el valor que necesitaba, y alzando la vista, de nuevo jugó a sostenerle la mirada. “Él se enganchó y competimos a ver quién la mantenía más tiempo fija en los ojos del otro”. Pero ambos hacían trampa. Los de él se desviaban invariablemente a su escote, y sabrá Dios lo que pasaba por su mente. Los de Mónica resbalaban por su cuello, siguiendo el recorrido de unas gotas de sudor que se deslizaban por su pecho, e iban a perderse bajo el cuello de la camiseta. “Parecían estar pidiendo a gritos que las detuviera con la lengua”.

Otra vez estaba excitadísima, y entonces se atrevió a ir más allá. Fingiendo rascarse una pierna, se inclinó y sus senos casi se salen de la blusa, ante los desorbitados ojos de hombre. Al incorporarse, le dedicó su sonrisa más seductora, y le hizo un guiño de complicidad. Se sentía de pronto dueña de la situación.

Él entonces buscó en su mochila y sacó un lápiz. Hurgó un poco más y al no encontrar lo que buscaba, por un momento se vio desorientado. Ahí fue que se fijó en el libro y sin pensarlo dos veces, se fue a la última página y, “¡le rasgó un pedazo! ¿Puedes imaginar lo que sentí?”. Nada más el sonido del papel al romperse fue para Mónica como si le dieran una bofetada en plena cara. Empezó a mirarlo con recelo, mientras escribía. Terminó, dobló el papel, extendió la mano y lo dejó caer en su falda.

Ella lo tomó con miedo. Después de lo que acababa de ver, podía esperar cualquier disparate, tal vez algo ilegible, faltas de ortografía garrafales, una sintaxis espantosa. Pero no, la letra era un poco inmadura, pero se entendía bien y todo estaba decorosamente correcto. ‘Me bajo en la próxima parada’, decía, ‘sígueme a distancia, y entra detrás de mí. Te espero al final del pasillo’. Otra vez temblores. Aquello iba muy rápido. Tenía que decidir y se estaba muriendo de miedo. Automáticamente, posó los ojos en el libro. La protagonista, dadas sus circunstancias particulares, había tenido que ser mucho más osada que ella. 

Aprovechando que el sol da en ese momento sobre ella, Virginia se cambia de lugar, quedando justo al lado del joven. Pronto un brusco viraje del carruaje la hace caer prácticamente sobre el regazo de él, cuyas manos la sostienen con firmeza, evitando su caída. Ella se vuelve y lo besa en los labios. Segundos después está a horcajadas sobre las rodillas del hombre, cuya cara se pierde entre sus senos, ya prácticamente fuera del vestido. 

“Ahí sí dije: ‘Al diablo. Si ella en esa época se atreve a dar rienda suelta de ese modo a sus deseos, ¿cómo yo en pleno siglo XXI voy a estar con tantos remilgos?’”. Buscó sus ojos, que la miraban interrogantes y le hizo un gesto de asentimiento. A pesar del alarde de valor, otra vez estaba temblando, y ya no sabía muy bien si era de miedo o de excitación.

Lo vio guardar el libro y ponerse de pie. Al pasar, le rozó a propósito con sus rodillas y ese leve contacto piel con piel le erizó hasta el último cabello. Se quedó inmovilizada, mientras él caminaba hacia la salida del medio y se bajaba. (Hasta aquí llegaba el cuento en la versión incompleta, los finales eran propuestos a partir de este punto)

Se sobrepuso a última hora y bajó corriendo por la puerta de adelante. Ya estaba en la acera y lo veía alejarse. Siguiendo sus indicaciones, fue tras él a cierta distancia. “Ahí fue que las dudas empezaron a atormentarme. ‘¿Qué estás haciendo, loca de remate? ¿Vas a acostarte con un tipo del que ni el nombre sabes?’”. Se detuvo, titubeante, pero entonces su vista se posó en sus nalgas, que se movían rítmicamente bajo el short, y unos fuertes corrientazos en el sexo la impulsaron hacia adelante. Siguió andando. Tenía los muslos tan mojados, que se le pegoteaban, dificultándole caminar. 

Al fin lo vio desaparecer por el costado de una casa. Al llegar al sitio, se detuvo, y miró hacia adentro. Había un largo pasillo, con puertas a cada tramo, y él estaba parado ante la última. Al verla, hizo un leve gesto y entró, dejando la puerta entornada. Mónica acopió los restos de valor que le quedaban, caminó hasta allí, la empujó decididamente y entró. Una pequeña habitación hacía las veces de sala, comedor y cocina; sobre la mesa estaba la mochila azul, pero a él no lo veía por ningún lado. 

Dio unos pasos, sintió la puerta cerrarse a su espalda, y se quedó inmóvil, con el corazón latiéndole a millón. Fue sintiendo su presencia, cada vez más cerca de su cuerpo. Sus brazos la rodearon y sintió la fuerza de su erección contra sus nalgas, mientras su lengua húmeda empezaba a recorrerle el cuello, lo que junto al roce áspero, aunque leve, de la barba, le iba poniendo toda la piel de gallina. Su mano le alzó la falda y metiéndose entre sus muslos, palpó la humedad entre ellos. Ahora también le mordía y chupaba el cuello, la barba ya la raspaba, inclemente, y su cálida respiración junto a su oído se hacía cada vez más rápida. Su sexo (“¡Ay, amiga, aquello nada más al tacto ya se sentía impresionante!”) casi le perforaba el short, buscando abrirse paso entre sus piernas, mientras la otra mano le sacaba un seno por encima del escote, y apretaba el pezón entre los dedos. 

Entonces, de un tirón, la puso de frente, la apoyó contra la pared más cercana y se pegó a su cuerpo. Su potente erección impactó contra la pelvis, de Mónica, mientras su lengua se metía en mi boca. Una mano, otra vez bajo la falda, le arrancó la pantaleta, y unos dedos se perdieron entre sus ya anegados surcos, mientras con la otra iba despojándose del short. Le aferró con ambas manos las nalgas, y elevándose por el aire, la hizo aterrizar justo encima de esa punta de carne maciza, que le atravesó de golpe las entrañas, haciéndome ver luces de colores en toda la habitación, como si de un inmenso árbol de Navidad se tratara. “Ahí entendí a la chica de aquella película brasilera, Yo sé que te voy a amar, ¿tú la viste? La pusieron en la Cinemateca. Ella le dice a su esposo: ‘La primera vez que entraste en mí, yo pensé: es Navidad”. Mónica nunca había olvidado aquel parlamento, pero hasta ese momento no lo comprendió totalmente. Se sentía en las nubes. 

Sin embargo, a pesar de todo lo que había fantaseado que le haría, él no le dejaba mucho margen de maniobra. La tenía prácticamente inmovilizada. Alcanzó a deslizarle la lengua por el cuello apenas el par de veces en que sus rápidos movimientos de empuje me lo permitieron, y metió las manos por debajo de la camiseta, palpando su espalda sudorosa y tratando de alcanzar infructuosamente aquellas nalgas, que sus piernas mantenían fuertemente atenazadas. Ya una violenta ola de placer le subía por el espinazo, mientras él arreciaba sus movimientos, hundiéndose más y más en su interior. 

Al fin lo oyó proferir un sordo, pero desgarrado gemido, que se perdió entre los chillidos que ya se escapaban, incontenibles, de su boca, y que él de inmediato buscó ahogar, en un último y sediento beso, que le absorbió toda la saliva y casi le roba el poco aliento que le quedaba. Se dejaron caer lentamente hasta el piso, donde el cuerpo robusto de él amortiguó su caída, y terminó sirviendo de colchón al de Mónica, aún conmovido y tembloroso. “Sí, ya sé que hasta ahora todo parece estar bien, pero déjame que termine y lo vas a entender todo”. 

En ese momento, Mónica estaba en el cielo. Sólo quería quedarse por siempre dentro de aquellos brazos. Sus manos ahora acariciaban tiernamente todo su contorno, mientras su respiración se calmaba poco a poco junto a su oído. El movimiento se fue lentificando más y más, hasta cesar por completo y su respiración se hizo acompasada. 

Se había dormido, así que Mónica aprovechó para incorporarse y buscar el baño. No había más que una puerta en la sala y la abrió. Había un dormitorio sencillo con sólo una cama personal, una mesa de noche y un pequeño armario. Todo escrupulosamente limpio y ordenado. En una tabla adosada a la pared había algunos libros. Decidió que los revisaría al salir del baño.

Mientras orinaba, vio sobre la cesta de ropa sucia algunas revistas. Tomó una y… (“¿adivina qué? ¡Unas enormes tetas, de ésas bien rellenas de silicona, casi desbordaban la portada!”). Las restantes eran por el estilo, sólo cambiaba la parte del cuerpo en exposición. Sintió una familiar sensación en la boca del estómago. Algo no estaba encajando bien allí. Ella se había hecho de la vista gorda con la hoja arrancada del libro, pero esto ya era demasiado. 

Se aseó de prisa y casi corrió hasta los libros. Allí terminó de espantarse: uno de pasatiempos, un Diccionario Técnico de Biomecánica, y un grueso volumen titulado Principios de defensa personal, junto con (“¡varios ejemplares de la Gaceta Hípica! ¡Qué horror!”) Todavía con un ápice de fe, abrió la mochila que estaba sobre la cama y sacó el libro funesto. Funcionamiento de los músculos del cuerpo humano, leyó. 

Se quedó clavada en el sitio, sintiéndose terriblemente burlada, estafada, violada, mientras el libro se iba deslizando de sus manos, hasta caer al suelo.  “No te rías de mí, que ya bastante me he flagelado a mí misma. Lo que más rabia me daba era darme cuenta de que por querer cogérmelo de todas maneras, me había agarrado de cualquier cosa”. Ni siquiera le había pasado por la mente fijarse en qué libro era el que tenía en las manos. 

 Se quedó unos instantes allí, revolcándose en su decepción, cuando sintió un ruido en la sala. Salió de la habitación y el joven se había despertado y le sonreía, malicioso, anticipando una nueva travesura. Pero Mónica ya estaba muy lejos de allí, o al menos eso era lo que deseaba con todas sus fuerzas. Se puso la falda como pudo, tomó su bolso y salió casi a la carrera, ignorando los insistentes gritos de él, que en vano intentaban detenerla. Las lágrimas corrían por su cara y por sus muslos fluían los últimos restos de semen (“¡no había recuperado mi pantaleta!”), provocándole una sensación pegajosa y desagradable, que casi la hace vomitar. 

Se odiaba a sí misma en ese momento. “Tonta más que tonta, idiota, estúpida… Bien empleado me lo tenía todo, por estar invocando señales del cielo”. Sí, y hasta podía admitir que muchas las había forzado para ver en ellas justo lo que quería, pero algo aún no le quedaba claro, ¿y la novela? Parecía guiarla con tanta exactitud. ¿También la habría malinterpretado? 

Se sentía tan desgraciada, que llegó a la parada junto con el autobús, y ya ni se acordó de dar gracias a Dios por su suerte. Lo abordó, se sentó, sacó su libro y buscó ansiosamente el final del dichoso pasaje que inspirara todo aquello.  

El coche se detiene bruscamente. Virginia abre los ojos de golpe y mira desorientada a las personas a su alrededor. Ve al joven en la puerta, que tan apocado como siempre, se dispone a bajarse. Poco a poco, va comprendiendo lo sucedido. “Lo soñé todo, ¿cómo es posible? Fue tan vívido, tan intenso, y tan hermoso... Pero es mejor que haya sido así. Sin dudas, él no es más que un rústico y ordinario campesino, indigno de que yo pose siquiera mis ojos en él. ¿Dónde tendré la cabeza?”. 

Cerró el libro de golpe. Se quería morir. Toda aquella osadía que tanto la inspirara, no era más que la ingenua fantasía de una jovencita reprimida, que sólo en sueños se atrevió a salirse de su aristocrática coraza. “Y yo tan imbécil, me lancé de cabeza en esa historia, sin medir las consecuencias. Si tan sólo hubiera seguido leyendo un poco más...”. 

Miró el libro, que aún estaba en sus manos. Le provocaba hacerlo pedazos, y arrojarlos uno a uno por la ventanilla… “Pero claro, adivinaste, no lo hice. Yo nunca sería capaz”. Volvió a guardarlo, mientras pensaba que tal vez un día, cuando toda aquella pesadilla quedara olvidada, podría leerlo sin sentirse miserable. 



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En los comentarios abajo han quedado los finales que propusieron los lectores para el concurso, también pueden leerlos, y si se les ocurre algún otro, proponerlo también. O agregar algún comentario cóntándome si les ha gustado y lo que opinan de este personaje, que será también protagonista de próximas entradas.

 

sábado, 18 de mayo de 2013

Dos poderosas razones (Fragmento de PIEL DE NARANJA)


Ella ya se repone y de pronto está sentada, buscando su ropa y poniéndose los zapatos. 

−¿Qué haces? Ven aquí −dice él, tirándole de un brazo. Ella se sacude su mano y ya de pie, camina hasta su bolso, de donde saca su ropa interior.
 

−Tengo que irme, es muy tarde.
 

El hombre no insiste y se queda sentado, mirándola hacer. Al ver que ha sacado el sostén, del que obviamente también se había despojado, se da cuenta de que nada más ha visto su cuerpo de la cintura para abajo. Pero ahora también se ha quitado la blusa y está frente a él completamente desnuda. Solo su cabello suelto y desordenado le cae sobre el pecho, pero llega apenas hasta el nacimiento de los senos, que han quedado totalmente al descubierto.
 

Se incorpora en el diván y los contempla con detenimiento. Son grandes, llenos y están algo vencidos por el peso. Las rosadas areolas culminan en diminutos pezones de un color más intenso, que ahora en reposo apenas sobresalen. Recuerda cómo el día de la playa se destacaban, erectos bajo la fina tela del bikini y su sexo vuelve a reaccionar. Se pone de pie y se acerca a la mujer, que intenta ponerse el sostén. Se lo quita y lo lanza a un lado.
 

−Dámelo, tengo que irme −le ruega.
 

Él no responde. Posa sus manos, una en cada pecho y ambas al unísono comienzan a recorrer la blanca piel, presionándola levemente. No roza los pezones, ni siquiera las areolas, pero sus ojos, fijos en ellos, observan cómo enseguida la piel rosada empieza a arrugarse y la punta a destacarse ligeramente del resto. 

Continúa acariciándolos, sólo con la punta de los dedos, acercándose lenta y gradualmente al centro. Llega a las areolas, ahora pequeñas y rugosas y mientras las recorre levemente, siente que los pezones, cuyo color se ha hecho mucho más intenso, se yerguen todavía más. Ya parecen casi a punto de estallar, pero él continúa con la misma caricia lenta y bajo su tacto, percibe el temblor que atraviesa todo el cuerpo de la mujer.
 

Se vuelve y atrae hacia sí una silla. Al sentarse, su boca queda a la altura del seno derecho de la muchacha, que ya se ha resignado a no marcharse y está otra vez completamente entregada a las caricias. 

Acerca los labios lentamente y el erecto pezón parece estirarse más para alcanzarlos. Lo cubre con ellos y con la punta de su lengua comienza a circundarlo, mientras en el izquierdo, su mano derecha imita el mismo movimiento con los dedos. Los pezones son su único contacto con la mujer, pero a través de ellos, ella le transmite toda la fiebre que invade su cuerpo.
 

Al rato desliza su otra mano entre los muslos ligeramente entreabiertos y sumerge los dedos en la tibia humedad del sexo. Arrecia las caricias en los senos, hasta que la mujer gime quedamente y los temblores otra vez la estremecen. 

Entonces interrumpe todo, la toma por las caderas y ella, comprendiendo su intención, separa las piernas y desliza cada una ambos lados de los muslos cerrados del hombre, cuyo pene sobresale muy erguido entre ellos. La atrae con fuerza hacia , penetrándola con tal brusquedad que le arranca un gemido de dolor. Inquieto, busca su rostro, pero se tranquiliza al ver que este sólo refleja el éxtasis más absoluto. 


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domingo, 5 de mayo de 2013

PIEL DE NARANJA, erotismo y psicología

¿Quieres saber un poco más sobre mi novela Piel de naranja? Has llegado al lugar correcto. ¡Y ya está en Amazon la versión impresa!

Sinopsis:

Piel de naranja cuenta la historia de Sandra, una mujer hermosa, inteligente y excesivamente racional, que tiene grandes problemas para aceptar su aspecto físico y como consecuencia, sufre de una muy baja autoestima sexual. En donde la mayoría deciden hacer dietas y ejercicios, o buscar ayuda terapéutica, y las más desesperadas recurren a la cirugía estética o terminan cayendo en la anorexia o la bulimia, Sandra escoge otro camino tanto o más peligroso: se refugia en una relación destructiva. 



Un día que el esposo de Sandra, en medio de una rabieta llama a su centro de trabajo para hacer un absurdo reclamo, su jefa sospecha que algo ocurre en su matrimonio y la obliga a confesarle que es víctima de maltratos, pero que ama a su marido y no sabe cómo salir de esa situación. Ella le recomienda buscar ayuda terapéutica y la remite con un amigo psicólogo, de métodos poco convencionales, quien pronto enfrentará un dilema entre un caso profesionalmente interesante y los sentimientos que comenzará a experimentar hacia su paciente.

¿Autoayuda erótica?

Me gusta decir que esta es una novela erótica de autoayuda (ojo, no de autoayuda erótica, aquí no voy a enseñar a nadie cómo tener sexo, ¿ok?), porque dentro de una trama donde el erotismo tiene una fuerte presencia (y también la violencia, por cierto) se van dando, además, algunos nortes sobre cuál puede ser el mejor camino para deshacernos, de la manera más sana, de relaciones o situaciones que nos lastiman y en las que hemos quedado atrapados sin poder encontrar una salida. No es el típico manual de cinco pasos para salir de un problema, pero leerla podría ser el primer escalón en tu ascenso hacia su solución. 

Esta novela puede ser también interesante para cualquiera que alguna vez se haya cuestionado qué tanto somos responsables de las cosas que nos suceden y cómo el tomar consciencia de ello puede ayudarnos a cambiarlas. Revela espacios de la psiquis humana que rara vez nos atrevemos a explorar (y mucho menos a revelar) y da un mensaje optimista sobre el poder de nuestra mente y la capacidad que todos tenemos de decidir el rumbo de nuestras vidas. 



¿Quieres saber más sobre esta novela?  Lee una entrevista donde hablo de ella aquí  

Lee también algunas reseñas de escritores que la han leído y de otros lectores en general: 

Javier Haro Herraiz: "Muy buen libro, crudo, tierno y estremecedor...". Lee más aquí

Maribel Pont: "Un libro para reflexionar acerca de las relaciones".  Lee más aquí

"Es imposible dejar de leerlo hasta que lo terminas".  Lee más aquí

"Muy bien tratado el tema del maltrato a la mujer y de la importancia del autoestima". Lee más aquí


 ¿Te gustaría leer esta novela? Entonces cómprala, impresa o como ebook:   Entra aquí


Si aún no te decides, lee algunas escenas. Empieza por aquí



sábado, 4 de mayo de 2013

¡No moriré virgen! (Frag. LA ISLA DE LOS PREGONES)

El siguiente es un fragmento de la novela La isla de los pregones, de mi colega y paisana Marlene Moleón. No es un novela erótica, pero este pasaje sí lo es y está muy bien logrado, además. 
Espero que lo disfruten, y de paso conozcan esta excelente novela que tan bien desnuda los más de 50 años del régimen socialista en Cuba.


La amenaza constante de una guerra con los americanos, como afilada espada de Damocles pendiente sobre su cabeza, le hacía vivir en ascuas. Mañana podía estar pulverizada por una bomba atómica, o por las ráfagas de una ametralladora yanqui. Vivía de prestado, y encima seguía cargando con su virginidad como un pesado fardo. No quería morir virgen, pero ¿cómo resolver ese problema si no tenía novio? Pasó revista a todos los posibles candidatos y su recuento se detuvo al pensar en Reinaldo, el hermano de Mariflor. 


Hacía algo más de un mes que Reinaldo despertaba en ella increíbles fantasías que no eran precisamente de novelitas rosas; eran rojas, rojísimas, tan rojas que ni siquiera se había atrevido a escribirlas en los cuadernos que continuaba borroneando a toda hora.
 

A Perla le gustaba tomar el sol desnuda en la azotea de su casa. Solía subir con una limonada, un frasco de aceite de coco con yodo, un libro y una toalla. Pasaba horas echada al sol, leyendo y mirando el mar. Así fue como descubrió algo más cautivador que el mar: a Reinaldo. Le gustaba contemplarlo mientras levantaba pesas en el patio de su casa, arreglaba el jardín o cuando permanecía echado en una tumbona mirando al cielo. 

Reinaldo sin saberlo la inició en su afición al fisgoneo o, dicho de otra manera, a la vaciladera. Perla adivinaba algo especial en ese muchacho silencioso que la intrigaba y atraía a la vez. Músculos y ternura eran una combinación que la descocaba. Por desgracia —como descubrió mucho después— no era una cualidad muy común en los heterosexuales. ¡Sí, sería Reinaldo!

Cuando
Enrique, su padre, terminó de ver el noticiero de las ocho, tomó la decisión. ¡No esperaría más! Devolver el libro que Mariflor le había prestado era una buena excusa y sin pensarlo dos veces, se encaminó a la casa de su vecino. ¿Cómo abordarlo?, se preguntó mientras cruzaba la calle. No tenía un plan pero ya se le ocurriría algo. Como decía Toña: «La vida es un teatro repleto de improvisaciones. No hay guión previo».

Tocó el timbre con cierto nerviosismo. Segundos después Reinaldo abrió la puerta, sonrió como un ángel y le aclaró que Mariflor no estaba en casa.
 

—Mejor —contestó Perla y ante el gesto de extrañeza que él mostró, agregó de inmediato—. Venía a devolver este libro... en realidad quería... —el titubeo la hizo sentirse furiosa, no pensaba que fuera tan difícil, por lo que decidió ganar tiempo hasta que lograra controlar su nerviosismo—, hay algo importante que quiero decirte.
 

Perla franqueó el umbral sin que la hubiesen invitado a pasar y pidió un vaso de agua. Fueron a la cocina donde Reinaldo, amable y sonriente, satisfizo su petición. Después de beber un sorbo, como si el agua le diera fuerzas, le dijo a rajatabla:

—Quiero hacer el amor contigo.
 

En realidad no sabía cuál era la mejor manera de expresar su deseo. «Hacer el amor» era el equivalente en español a make love. Para ella, sonaba mucho mejor. Templar o «vamos a hacerlo» le parecía vulgar. No tenía idea de cómo lo decían los gallegos —para disgusto de catalanes, vascos, asturianos y canarios, los cubanos se referían a todos los españoles como gallegos—. Perla decidió obviar la noticia de la posible llegada de los americanos, porque según sus conocimientos adquiridos en libros, tenía entendido que si los hombres se ponen nerviosos no pueden concentrarse en acciones amatorias.
 

Los ojos y boca de Reinaldo se abrieron con genuina sorpresa, como pez fuera del agua que le faltara la respiración. Nunca le habían hecho semejante propuesta. Muchas muchachas se le insinuaban pero ninguna de esa manera tan abierta. ¡Qué descarada! Elisa, su comedida novia constituía un escudo de protección ante semejantes provocaciones. 

«¿Será este mi destino?», pensó. No sabía cómo actuar. Estaba pasmado del atrevimiento de Perla y no atinaba a hacer o decir algo inteligente que le permitiese escapar graciosamente de aquella situación. Sonrió casi en una mueca. Perla se percató de su desconcierto, sin embargo no cejó en su empeño.
 

—Tengo novia —fue lo primero que vino a la cabeza de Reinaldo.
 

—No me importa... Me gustas mucho. —Eso sonaba mejor, caviló. Amar no tenía que ver con el sexo.
 

—Pero, ¿ahora?... ¿ahora mismo?... ¿no puede ser en otro momento? —todavía no creía que Perla estuviera hablando en serio. Había oído decir a su hermana Mariflor que Perla era una jaranera irresponsable y medio loca, tal vez se tratase de una broma, tal vez sabía que había estado en los campamentos de la UMAP, tal vez...
 

Reinaldo no estaba preparado para tamaña proposición y trataba de ganar tiempo. No sabía cómo salir del atolladero sin herir a Perla y ella era lo suficientemente terca como para no amedrentarse ante escollos cuando tomaba una resolución. Además ¿quién ha visto que un hombre rechace ese tipo de oferta?
 

—No, después no —insistió ella nuevamente—.Tiene que ser ahora, porque nadie sabe si mañana estaremos vivos.
 

Reinaldo creyó que era una manera filosófica de hablar. No estaba enterado de las últimas noticias. Decidió que era un reto que le imponía el destino y resolvió aceptarlo. Sin mucha destreza la cubrió con los brazos y comenzó a besarla, primero con timidez y luego, con un vigor insólito, que lo asombró a él mismo.

 A Perla le gustó esa lengua en su boca que quería ser brutal y gentil a la vez. Era un buen besador. Lo abrazó por los hombros y le acarició la espalda, se apretó contra él de manera que sus pechos quedaron aplastados en su torso. Él era tímido y no se atrevía a caricias más audaces, por lo que Perla tomó la iniciativa y le empezó a sobar la entrepierna. Sintió crecer un bulto bajo el pantalón. 


Reinaldo la tiró contra la mesa de la cocina y se montó encima de ella. Después de varios intentos logró penetrarla, aunque no del todo. Perla le tocó las nalgas para empujarlo contra sí. Esto excitó a Reinaldo que inició una cabalgata rítmica y jadeante. Perla gemía, más de dolor que de placer. 

Siguió aguijoneando las nalgas de Reinaldo hasta que casi le rozó el ano con un dedo y él dejó escapar una exclamación, mezcla de sorpresa y complacencia. Ante esa reacción Perla continuó la frotación, primero apocadamente y luego con fuerza creciente. Reinaldo se creció dentro de ella, haciendo más rápidos e intensos sus movimientos acompasados, con lo cual comenzó a darle verdadero placer a Perla.
 

«¡Que vengan los yanquis! ¡Ahora me puedo morir! ¡Ahora me puedo morir!», martillaba en su cabeza la frase como una letanía de respuesta a cada irrefrenable embestida. «¡Así, así me gusta!», gritó a Reinaldo para que siguiera con esa danza frenética que le descubría un nuevo mundo de sensaciones. Él se vació en ella con estertores de satisfacción. 

Perla no logró el orgasmo y seguía muy excitada, por lo que le pidió que la frotara con el dedo. «¡Así, así,... más rápido!», repitió hasta que lanzó un chillido largo y penetrante de pájaro en vuelo. Reinaldo sintió en sus dedos unos espasmos como si hubiera otro ser latiendo en la vulva de Perla. Su mano se humedeció con un líquido viscoso e incoloro. 

Tras un sosiego de satisfacción, los dos sonrieron. Perla porque no moriría virgen y Reinaldo porque a lo mejor se podía curar. 


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