jueves, 9 de julio de 2015

Relato erótico A PUNTO DE CARAMELO




La muchacha estuvo toda la cita coqueteándole, y Daniel estaba seguro de que aquella noche no solo lograría al fin su ansiada iniciación sexual, sino que su cama se convertiría en una sucursal del paraíso terrenal. Sabía que ella no era virgen, por eso cuando aceptó su invitación a cenar, con una sonrisa que prometía mucho más, se sintió algo inquieto y decidió hacer una encuesta al respecto entre sus amigos y parientes: “¿Qué debe tener en cuenta un joven para no fallar en su primera vez?”.

Tras pasar todo el día indagando, se fue a su cita con todo un bagaje de valiosa información, dispuesto a comerse el mundo. Y todo pintaba de maravilla. Ya desde que cenaban en el restaurant, uno frente al otro, había una chispa de deseo en los expresivos ojos negros de la chica, y cuando sus manos coincidieron en la cesta de pan y se rozaron, él pudo notar el estremecimiento que la recorría. Luego, mientras bailaban suavemente un bolero y sus manos ceñían la breve cintura, sentía su cuerpo pegarse al suyo y trataba de controlar la erección para no presionarla, tal como le había aconsejado su hermano mayor.

Ella aceptó de inmediato su propuesta de tomar un trago más en su casa y una vez sentados en el sofá, con sus respectivas copas de vino en las manos y una agradable música de fondo, no le fue nada difícil irse aproximando lentamente, y besar aquellos labios que se extendían sedientos hacia él. Se besaron un rato, acariciándose por encima de la ropa, hasta que esta empezó a estorbar, y como en las películas, llegaron al cuarto desesperados y a medio vestir, cayeron abrazados en la cama.

Él entonces terminó de desvestirla y se quedó por un momento mudo ante la visión de su primera mujer desnuda. “No dejes de encender la luz y mirarla bien, nunca olvidarás ese momento”, le aconsejó su tío de Barquisimeto, al que encuestó vía Whatsapp. La contempló, arrobado: tenía senos redondos y abultados, con oscuros pezones ya erectos por la excitación, el vientre liso, una cintura estrecha que luego se abría en las generosas caderas, entre las que el prominente pubis se alzaba, retador. 

Ella sonrió pícara en dirección a su entrepierna, como indicándole que también debía exponerse a sus ojos. Daniel lo hizo sin timidez, pues un amigo dos años mayor le había asegurado que a las mujeres el tamaño del miembro les importaba, y mucho. “Mientras más grande, más impresionada quedará y luego no lograrás sacártela de encima”, le aseveró. Él se sabía muy bien dotado, por lo que no tuvo reparos en abrir el cierre de su pantalón y dejar al descubierto su descomunal herramienta. Al ver que a la chica los ojos casi se le salían de las órbitas, confirmó que la partida estaba ganada.


―Que va, eso sí que no ―dijo entonces ella, apartándose con evidente temor.

Susto inicial de Daniel, pero enseguida acudió a su mente el consejo de un compañero de clase, ya con cierta experiencia en el sexo. “Cuando una mujer dice ‘no’, en realidad está diciendo ‘sí’”. De modo que si ella ahora se estaba negando, él debía interpretar que le estaba dando luz verde. Su temor parecía real, pero de inmediato lo desechó. “Son capaces de fingir muy bien con tal de hacértelo más difícil”, había agregado el chico.

Daniel hizo ademán de acercarse y cuando ella se apartó otra vez y hasta trató de pararse de la cama, echó mano al siguiente consejo de su lista. Este se lo había dado su vecino, al que también consultó al tropezárselo esa tarde en la escalera: “A las mujeres hay que demostrarles fuerza, poder. Les encanta que el hombre sea rudo, mientras más, mejor”.

Se abalanzó sobre la muchacha, que tomada por sorpresa, no lo pudo eludir. Haciendo acopio de toda su fuerza logró abrirle las piernas que ella, aferrada a su juego de negativas, se empeñaba en mantener cerradas y entonces recordó la advertencia de su tío materno: “No vayas directamente a la penetración, antes debes estimularle el clítoris, eso las vuelve locas”. Así que hundió su cabeza entre los muslos de la muchacha y cuando la sintió relajarse ligeramente, comprendió que iba por buen camino. Movió su lengua entre los pliegues hasta atrapar el clítoris (estaba justo donde indicaba el manual de Educación Sexual que le entregó su hermana como única respuesta, cuando intentó encuestarla), y atrapándolo entre los dientes, lo succionó con fuerza, alentado por los bruscos movimientos de cadera de ella y sus sonoros quejidos.

La chica se removía, cada vez más inquieta. “Sal de ahí, por favor, sal de ahí”, le rogó al fin. Daniel comprendió que no podría seguir retrasando las cosas. “Cuando esté a punto de caramelo, ella misma te pedirá que la penetres”, le había dicho su primo de Miami, al que consultó en teleconferencia vía Skype. Manteniéndole las piernas separadas, se colocó de rodillas entre ellas y se inclinó para penetrarla.

―No lo hagas, por favor, no… ―balbuceó la muchacha, y él no necesitó de más estímulo.

Buscando con sus dedos el sitio correcto, que también viera en el manual, empujó hacia adentro con fuerza, haciéndola soltar un grito de dolor y comenzó a moverse enérgicamente, sintiendo que con cada chillido ella lo alentaba a seguir. Siguió así por un rato, sumido en sus propias sensaciones placenteras, y de pronto notó que la muchacha ya no gritaba, no se movía, no lo alentaba. Se detuvo y vio que lo miraba con expresión suplicante, y lágrimas en los ojos. “Acaba ya, por favor”, le rogó.

“A veces se excitan tanto, que hasta lloran de placer”, había dicho su abuelo paterno, nostálgico, cuando él lo visitó esa mañana en el ancianato. Pero, ¿y por qué la súplica? “Claro”, recordó, ella le estaba diciendo que ahora él debía llegar a su clímax. “Sentir que estás acabando dentro de ella, satisface a una mujer más que su propio orgasmo”, le aseguró su mamá. O sea, que ya debía eyacular, pero ahora el problema era que no lo conseguía. “El mayor pecado que puedes cometer es acabar demasiado rápido”, le había advertido su papá y aún fue más allá. “Para evitar que la emoción de la primera vez no lo eche todo a perder, puedes masturbarte antes de salir a buscarla, así no estarás tan presionado y podrás darte tu tiempo”. Daniel no solo lo hizo, sino que para mayor seguridad, antes de salir del restaurant lo repitió en el baño. No quería que nada saliera mal.

Y ahora no había manera de eyacular, así que siguió dándole por un buen rato más, con todas sus fuerzas, confiando en que ella apreciaría su capacidad de resistencia. Cuando al fin lo logró, y cayó rendido a un costado de la muchacha, el suspiro de alivio que escuchó, y que interpretó como de satisfacción, terminó de convencerlo de que todo había ido bien.   

Por eso no entendió nada cuando fue a abrazarla y ella bruscamente se libró de su brazo y sin mirarlo se puso de pie, rescató sus ropas del suelo y se encerró con ellas en el baño. Unos minutos después salió, ya vestida, y sin siquiera mirarlo, se fue dando un portazo.

¿Qué le había sucedido? Su abuela materna le había indicado, expresamente, que a las mujeres les fascinaban los arrumacos posteriores al sexo y que no se le fuera a ocurrir encender el televisor, fumarse un cigarro o simplemente volverse a un lado y comenzar a roncar. Él se había cuidado muy bien de no caer en esos errores. Es más, había tomado en cuenta todos los consejos. ¿Qué era lo que había salido mal? 


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