sábado, 23 de abril de 2016

Relato erótico FETICHE



El último de sus compañeros de trabajo pasó junto a su escritorio y luego de un rutinario “feliz finde", también desapareció tras la puerta de vidrio.

Silvia miró el reloj. Eran las 18:45. Necesitaba apresurarse si quería hacerlo aquella noche, pero aún los números del balance se resistían a cuadrar. El jefe aspiraba a tenerlo sobre su escritorio a primera hora del lunes y ella prefería terminarlo, para no tener que llevarse a casa nada de la oficina. Aún le quedaba una media hora de trabajo.

No podía demorarse. Nadie la esperaba esa noche, pero a las 20 horas cambiaban la guardia de la entrada y uno de los guardas recorría las oficinas. Además, si salía muy tarde, ya no alcanzaría el autobús hacia su casa y tendría que tomar un taxi, un lujo que raramente solía permitirse. Aunque su sueldo de contable era más que aceptable, prefería evitar ciertos gastos superfluos.

Al fin obtuvo el resultado correcto. El informe del desempeño económico del mes estaba listo. Lo imprimió y se dirigió a la oficina del Presidente. Antes consultó el reloj de la pared, eran las 19:40. Aún tenía tiempo.

Mientras caminaba sintió el habitual cosquilleo en su vientre. Llevaba más de una semana sin poder disfrutar de su pasatiempo secreto. Dejó los papeles sobre el escritorio y salió al pasillo. Caminó hasta la puerta contigua y entró.

Era la oficina de Mario, el vicepresidente. Al entrar, las aletas de su nariz se dilataron, siempre había ese fuerte olor a tabaco en el ambiente. Silvia no soportaba a los fumadores, el humo por lo general la hacía toser, pero el aroma de aquellos cigarrillos negros que fumaba Mario la embriagaba. Con él todo se trataba de olores. Se dirigió a la puerta del pequeño baño, la abrió y se detuvo en el umbral.

Echó una ojeada. Ahí estaba, en el lugar de siempre. Se acercó, la tomó en sus manos y la acercó a su nariz. Aspiró con avidez el olor que despedía y el cosquilleo comenzó a acrecentarse. Su pelvis tembló mientras recordaba a Mario entrando aquella mañana por la puerta de vidrio, vestido con ropa de deporte, en las manos su maletín y el gancho con su flux. La saludó sin apenas verla, como ya era usual. Y dejó en el aire el penetrante olor de su transpiración.

Cada día corría por el Parque del Retiro antes de ir a la oficina. Llegaba un poco antes de la hora, se daba un baño y se cambiaba de ropa. A veces olvidaba su camiseta sudorosa en el gancho del baño. Y esos días Silvia tenía su fiesta privada.

Ella ya sabía que era uno de esos días. Lo había visto salir en la tarde, sólo con el maletín en la mano. Cuando se llevaba la camiseta lo hacía en una bolsa plástica. De modo que hoy la había dejado, como un involuntario y generoso regalo para ella, su anónima admiradora secreta. Desde ese momento, Silvia no había podido esperar la hora en que todos se fueran y tuviera oportunidad de quedarse a solas con su fetiche.

Nadie sabía de su oscura afición. Su amiga Esther a menudo la invitaba a salir, pero ella casi nunca aceptaba. Detestaba sentarse en un bar a soportar el humo de mil cigarrillos y a aquellos ancianos babosos, que eran los únicos que se fijaban en ellas.

No soportaba a los viejos, aunque era consciente de que, a su edad, ya no podía aspirar a hombres jóvenes. Bueno, excepto a aquellos chicos universitarios, tan fuertes y saludables, que por dinero accedían a pasar unas horas con señoras maduras necesitadas de compañía.

Siempre había rechazado esa posibilidad. Sabía que no era un pasatiempo barato y temía que, de probarlo, fuera a convertirse en una adicción, como le sucedía a Esther, que dilapidaba gran parte de su sueldo en aquellos lances. Además, ya le había tomado el gusto a sus incursiones secretas a la oficina de Mario y con eso tenía suficiente. Sin contar con que estas eran completamente gratis.

Ahora, mientras con una mano sostenía la camiseta contra su rostro y recreaba en su mente los músculos pectorales del joven tensando la tela húmeda que se les adhería, la otra se deslizó en su escote y palpó sus senos, cuyos pezones estaban completamente tensos bajo el sujetador. Luego la deslizó bajo su falda y embebió sus dedos de la humedad que ya se había filtrado entre sus muslos. Trajo esa mano también a su nariz y aspiró su propio olor íntimo unido al que despedía la camiseta de Mario. Después de eso, ni siquiera necesitó tocarse. Su orgasmo se disparó de inmediato, haciendo a sus caderas vibrar con tal intensidad, que necesitó sostenerse del toallero para no golpearse con la pared.

Siempre tenía el impulso de gritar, pero no era conveniente hacer ruido, pues por esa ventana podrían escucharla los vigilantes. De modo que mordió la tela para ahogar en ella sus chillidos.

De repente, un ruido la arrancó de su éxtasis. Dejó la camiseta en su sitio y salió del baño, justo en el momento en que el guarda entraba por la puerta de la oficina. 

Ah, estaba usted aquí, doña Silvia se sorprendió el hombre. Me dijeron que aún no había salido y me extrañó no verla en su escritorio. ¿Algún problema? –indagó al ver el rostro de aquella cincuentona, exaltado por un raro rubor que la hacía parecer más joven y atractiva.

–No, no sucede nada, sólo tuve un pequeño percance femenino, pero ya pasó. Cuando estoy sola, vengo siempre a este baño, está mas limpio –agregó, con un guiño de complicidad–. Me guarda el secreto, ¿vale?

El hombre asintió, mientras notaba que la blusa de la mujer tenía varios botones entreabiertos y uno de sus senos casi se salía del sujetador. Ella percibió la mirada y también su objeto. Ruborizada, se la abotonó rápidamente. Él disimuló y continuó su recorrido.

Silvia buscó su bolso, y esta vez en el baño habitual de damas, se arregló para salir. Ante el espejo, tuvo la misma visión del guarda, una mujer con el rostro radiante y un brillo intenso en la mirada. Le sonrió a su imagen. Estuvieron a punto de pillarla, pero había valido la pena.

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